Page 94 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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La mano de Ca sp i an se había apoyado en la empuñadura de su espada, cu ando
Lucía añadió:

       —Y le prometiste a la hija de Ramandú que volverías.
       Ca sp i an se detuvo.
       —Bueno, así fue —dijo.

       Permaneció indeciso un momento, y luego gritó dirigiéndose a todo el barco en
general:

       — Está bien, ustedes ganan. La búsqueda ha terminado. Todos volvemos. Suban el
bote.

       — Señor —dijo Rípichip—. No todos volveremos. Yo, como le dije antes...
       — ¡Silencio! —rugió Caspian—. Ya me han dado lecciones, pero no me dejaré

convencer. ¿Nadie callará a ese Ratón?
       — Su Majestad prometió —continuó Rípichip— ser bueno con todos los Animales

que Hablan de Narnia.
       — Con los Animales que Hablan, sí —dijo Caspian—, pero no dije nada de los

animales que no paran nunca de hablar.
       Luego se tiró escalera abajo de pésimo humor y se encerró en su cabina dando un

portazo.
       Pero cuando los demás fueron a reunirse con él un poco más tarde, lo encontraron

muy cambiado: estaba pálido y tenía lágrimas en los ojos.
       —Es inútil —les dijo—. Podría haberme portado en forma decente, en vez de

actuar con mal humor y fanfarronería. Asl an habló conmigo. No..., no quiero decir que
haya estado realmente aquí. En primer lugar, no habría cabido en la cabina. Pero esa
cabeza de león dorada que hay en la pared, cobró vida y me habló. Fue ter rible..., sus
ojos. No es que haya sido en lo más mínimo rudo conmigo..., sólo un poquito severo al

principio. Pero igual fue terrible. Y me dijo..., dijo... ¡No puedo sop ortarlo! Dijo lo peor

que podría haberme dicho. Tienes que partir Ríp... y también Edmundo, Lucía y

Eustaquio; y yo debo regresar. Solo. Y de inmediato. ¿De qué sirve todo esto?
       — Querido Ca sp ian —dijo Lucía—. Tú sabias que tarde o temprano tendríamos que

volver a nuestro mundo.
       — Sí —dijo Casp ian con un sollozo—, pero no tan temprano.
       — Te sentirás mejor cuando hayas vuelto a la isla de Ramandú —afirmó Lucía.

       Poco después se animó algo, pero aquella fue una despedida muy dolorosa para
ambas partes, y no voy a insistir en este punto. Alrededor de las dos de la tarde, bien
provisto de víveres y agua (aunque pensaban que no necesitarían ni comida, ni bebida), y

con la barquilla de Rípichip a bordo, el bote dejó atrás al Explorador del Amanecer, y se

internó en la interminable alfombra de lirios. El Explorador del Amanecer desplegó

todas sus banderas y escudos para honrar su partida. Alto, imponente e íntimo se veía

desde la posición de ellos, abajo, rodeados de lirios. Y, aun antes de perderlo de vista,

vieron que daba vuelta y que los marineros comenzab an a remar lentamente rumbo al

oeste. A pesar de que derramó algunas lágrimas, Lucía no estaba tan triste como era de
esperar. La luz, el silencio, el aroma estremecedor del Mar de Plata y aun (de alguna

manera rara) la misma soledad, eran demasiado emocionantes.

       No tenían necesidad de remar, ya que la corriente los arrastraba continuamente
hacia el este. Nadie durmió ni comió. Toda esa noche y el día siguiente se deslizaron
hacia el este y, cuando amaneció al tercer día, con una luminosidad que ni ustedes ni yo

podríamos soportar ni aunque estuviésemos con anteojos oscuros, vieron algo

maravilloso frente a ellos. Parecía como si un muro se irguiera entre ellos y el cielo, un

muro gris verdoso, tembloroso, reluciente. Entonces sa lió el sol y lo vieron asomar a
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