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XVI EL VERDADERO FIN DEL MUNDO

Rípichip era el único a bordo, además de Drinian y los dos niños Pevensie, que había
visto a los hombres de mar. Se había zambullido inmediatamente, en cuanto vio al rey
del mar blandiendo su lanza, pues tomó esto como una especie de provocación o desafío y
quiso arreglar el asunto en ese momento y ahí mismo, pero la emoción de descubrir que
el agua era fresca y dulce distrajo su atención y, antes de que se acordara nuevamente de
la Gente de Mar, Drinian y Lucía lo sacaron del agua y le advirtieron que no c omentara
lo que había visto.

       Tal como se dieron las cosas, casi no debieron haberse molestado, ya que, en ese
momento, el Explorador del Amanecer se deslizaba por una parte del mar que parecía
estar deshabitada. Ninguno, salvo Lucía, volvió a ver a la Gente, e incluso ella misma
sólo los vislumbró. Durante toda la mañana siguiente navegaron en aguas bastante poco
profundas, y el fondo estaba cubierto de algas marinas. Justo antes del almuerzo, Lucía vio
un gran cardumen pastando entre las algas. Comían sin parar y se movían en la misma
dirección. “Tal como un rebaño de ovejas”, pensó Lucía. De pronto vio, en medio del
cardumen, a una niña marina más o menos de su edad, una niña de aspecto tranquilo y
solitario, que llevaba una especie de cayado en sus manos. Lucía pensó que se trataba
seguramente de una pastora o, mejor dicho, de una pez-tora y que el cardumen era en
realidad un rebaño pastando. Tanto los peces como la niña estaban bastante cerca de la
superficie. Y cuando la niña, deslizándose en el agua poco profunda, y Lucía, asomándose
por la borda, se encontraron frente a frente, la niña alzó la vista y la fijó en los ojos de
Lucía. Ninguna de las dos pudo hablar y un instante después la Niña de Mar desapareció
a popa. Pero Lucía nunca olvidaría su cara. No tenía esa expresión de temor ni de furia
que vio en las caras de las demás Gente de Mar. A Lucía le gustó la niña y estaba segura
de que a la niña le gustó ella. De una u otra forma se habían hecho amigas en esos cortos
segundos. Probablemente no habría muchas oportunidades de encontrarse nuevamente, ni
en ese mundo ni en otro; pero si alguna vez lo hacían, ambas correrían con los brazos
abiertos.

       Después de esto, el Explorador del Amanecer navegó durante varios días,
deslizándose suavemente hacia el este en un mar sin olas y sin viento en sus obenques ni
espuma bajo la proa. Cada día y cada hora la luz se hacía más brillante, pero aún la
podían mirar. Nadie comía ni dormía y ninguno lo necesitaba, sólo recogían baldes de
deslumbrante agua de mar, un agua más fuerte que el vino y, no sé por qué, más líquida y
mojada que el agua común, y brindaban unos con otros en silencio bebiendo largos
tragos. Uno o dos de los marineros, que al iniciar el viaje eran algo viejos, cada día se
volvían más jóvenes. Todo el mundo a bordo se sentía lleno de felicidad y emoción, pero
no una emoción que los impulsara a hablar: mientras más avanzaban, menos hablaban, y
cuando lo hacían, era sólo en susurros. La quietud de aquel último mar se estaba
apoderando de ellos.

       —Mi lord —dijo Casp ian a Drinian un día—, ¿qué ves allá adelante?
       —Señor —respondió Drinian—, veo blancura. Por todo el horizonte de norte a sur,
hasta donde pueden ver mis ojos.
       —Eso es lo mismo que veo yo —dijo Caspian—, y no puedo imaginarme qué será.
       —De estar en latitudes más altas, su Majestad —dijo Drinian—, diría que se trata
de hielo. Pero no puede ser, no en este lugar. De todas formas, creo que es preferible
poner a los hombres a los remos y que tratemos de frenar un poco el barco contra la
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