Page 10 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
P. 10
—Nadie sabe, su Majestad —respondió Drinian—. A menos que los mismos
isleños nos lo puedan decir.
— En nuestra época no pudieron —dijo Edmundo.
—Entonces, la aventura comenzará realmente después de las Islas Desie rtas —dijo
Rípichip.
En ese momento, Ca sp i an sugirió que tal vez les gustaría recorrer el barco antes de
cenar, pero Lucía tuvo remordimientos de conciencia y dijo:
— Creo que tengo que ir a ver a Eustaquio. El mareo es algo espantoso. Si tuviera
aquí mi viejo cordial, podría curarlo.
—Lo tienes —dijo Caspian—, ya casi ni me acordaba de él. Como se te quedó,
pensé que debería ser considerado como parte de los tesoros de la corona y por eso lo
traje ahora. Si tú piensas que se puede derrochar en algo como un mareo...
— Sólo usaré una gota —dijo Lucía.
Casp ian abrió uno de los cajones bajo las bancas y extrajo la preciosa botellita de
cristal que Lucía recordaba tan bien.
— Te devuelvo lo que es tuyo, Majestad —dijo Cas p i an, y luego abandonaron la
cabina y salieron a la luz del sol.
En cubierta había dos grandes escotillas de proa a popa del mástil; ambas estaban
abiertas, como siempre que hacía buen tiempo, para dejar que la luz y el aire entra ran al
interior del barco. Casp i an los hizo bajar por una escalera y entrar en la compue rta de
popa. Se encontraron en un recinto donde, de lado a lado, había b ancas para los remeros,
y la luz, que penetraba por los boquetes para los remos, danzaba en el techo. Por
supuesto que el barco de Casp i an no era una de esas horribles galeras movidas a remo
por los esclavos. Solo cuando fallaba el viento o para entrar y salir de los puertos se
utilizaban los remos, y a todos les tocaba su turno, menos a Rípichip que tenía las patas
demasiado cortas. A cada costado del barco, el espacio que quedaba bajo las b ancas
había sido despejado para que los remeros pusieran los pies; pero al centro había una
especie de foso, que bajaba hasta la misma quilla, que llenaban con todo tipo de cosas
(sacos de harina, toneles con agua y cerveza, bar riles con carne de cerdo, jarros con
miel, odres de vino, manzanas, nueces, quesos, galletas, nabos y lonjas de tocino). Del
techo (o sea, de debajo de la cubierta) colgaban jamones y ristras de cebollas y, también,
los vigías que no estaban de guardia, en sus hamacas. Casp i an los condujo a popa, dando
un paso de banca en banca. Para él sólo eran pasos; algo entre un paso y un salto para
Lucía y verdaderos y largos saltos para Rípichip. De este modo llegaron ante un tabique
en el que había una puerta. Casp i an la abrió y entraron a una cabina que ocupaba el
espacio debajo de los camarotes de cubierta, en la popa, aunque, como es de suponer, no
era tan bonita como las de arriba. Era un camarote muy bajo y sus paredes inclinadas se
angostaban hacia abajo, por lo que casi no había piso; aunque tenía ventanas de vidrio
grueso, no estaban hechas para abrirse, porque se encontraban bajo el agua. De hecho, en
ese mismo momento, cada vez que el barco cabeceaba, las vent anas se veían de pronto
doradas por la luz del sol y luego de color verde oscuro por el mar.
—Nosotros deberemos alojar aquí, Edmundo —dijo Caspian—. A tu primo le
daremos la litera y colgaremos las hamacas para nosotros.
— Le ruego, su Majestad... —solicitó Drinian.
—No, no, compañero —interrumpió Caspian—, ya hemos discutido eso. Tú y Rins
(Rins era el piloto) están a cargo del barco y más de una noche tendrán mucho trabajo y
preocupaciones, mientras nosotros cantamos canciones con alegres estribillos y narramos
historias, así es que ocuparán el camarote de babor en cubie rta. El rey Edmundo y yo
estaremos muy cómodos aquí abajo. Pero, ¿cómo sigue el forastero?
Eustaquio, con la cara pálida, frunció el ceño y preguntó si habría alguna señal de