Page 18 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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siquiera ahora se supiera su identidad.
       — Son ciento cincuenta, entonces —dijo el Lord—. En cuanto a ti, niñita, lo siento

mucho, pero no puedo comprarlos a todos. Desata a mi muchacho, Pug. Y mira, ten

mucho cuidado de tratar bien a los otros mientras estén en tu poder; de lo contra rio, te

irá muy mal.
       —Bueno —dijo Pug—. ¿Dónde se habrá visto un caballero en este tipo de trabajo

que trate mejor a su mercadería de lo que lo hago yo? Bien, pues yo los trato como si

fueran mis propios hijos.
       — Es bien probable que sea cierto —dijo el otro, fríamente.

       Había llegado el momento que todos temían. Ca s p i an fue desatado y su nuevo

dueño dijo:
       —Por aquí, muchacho.

       Lucía se puso a llorar y Edmundo parecía sumamente confundido. Pero Casp i an los

miró por encima del hombro y dijo:
       — Tengan valor. Estoy seguro de que al final todo resultará bien. Hasta pronto.

       —Ya pues, señorita —dijo Pug—, no empieces a llorar, porque vas a echar a

perder tu belleza para el mercado de mañana. Sé buena niña y no tendrás por qué llorar,

¿ves?

       Luego fueron llevados en un bote hasta el barco de esclavos, y, una vez allí, los

condujeron abajo, a un lugar amplio, oscuro y no demasiado limpio, donde encontraron a

muchos otros desafortunados prisioneros. Pug era, sin lugar a dudas, un pirata y

regresaba de un crucero por las islas, donde capturó a todos los que pudo. La mayoría de

los prisioneros eran galmianos y terebintianos, por lo que los niños no encontraron a

nadie conocido. Se sentaron en un montón de paja preguntándose lo que había ocurrido

con Caspian, y tratando de hacer callar a Eustaquio, que reclamaba como si todos

tuviesen la culpa, menos él.

       Mientras tanto, Caspian vivía momentos bastante más interesantes. El hombre que lo

había comprado lo condujo por un pequeño sendero entre dos casas, h asta que llegaron a

un lugar abierto detrás del pueblo. Allí se volvió y lo miró.
       —No debes tenerme miedo, muchacho —le dijo—, te voy a tratar bien. Te compré

por tu cara, porque me recuerdas a alguien.
       — ¿Puedo preguntarte a quién, mi Lord? —dijo Caspian.
       —Me recuerdas a mi Señor Caspian, rey de Narnia —contestó el hombre.

       Entonces Caspian decidió jugarse el todo por el todo.
       —Mi Lord —le dijo—. Yo soy tu Señor. Yo soy Caspian, Rey de Narnia.
       —Lo dices con mucha seguridad —dijo el otro—. ¿Cómo podré saber que eso es

verdad?

       —Primero, por mi cara —repuso Caspian—. Segundo, porque sé, sin hacer

adivinanzas, quién eres tú. Eres uno de los siete lores de Na rnia a quienes mi tío Miraz

envió a navegar, y a quienes yo he venido a buscar. Sus nombres son Argoz, Bern,

Octesiano, Revilian, Restimar, Mavramorn y... y... Me he olvidado del otro nombre.

Finalmente, si su Señoría me presta una espada, le probaré en el cuerpo de cualqui er

persona, en una limpia batalla, que yo soy Caspian, hijo de Caspian, legítimo Rey de

Narnia, Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Desie rtas.
       — ¡Santo Cielo! —exclamó el hombre—. Es la misma voz de su padre, y su misma

forma de hablar. Mi Señor, su Majestad.

       Y allí, en el campo, se arrodilló y besó la mano del rey.
       —Las monedas que su Señoría pagó por nuestra persona, le serán devueltas de
nuestro propio tesoro —dijo Caspian.
       —Esas monedas no están aún en la bolsa de Pug, Señor —dijo Lord Bern, ya que
de él se trataba—, y confio en que jamás lo estarán. He solicitado a su Suficiencia, el

gobernador, un centenar de veces que termine con ese vil comercio de seres hum anos.
       —Mi estimado Lord Bern, es necesario que hablemos sobre el estado de las islas.
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