Page 22 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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— ¡Descúbrete ante el Rey de Narnia, perro! —vociferó Lord Bern y le dio un golpe
seco con su guantelete, haciendo volar su sombrero.
— ¿Qués esto? —comenzó el portero, pero nadie le hizo caso.
Dos de los hombres de Caspian saltaron por el postigo y, después de forcejear un
momento con barras y cerrojos (ya que todo estaba oxidado), abrieron de par en par las
dos hojas de la puerta. Entonces el Rey y su séquito entraron a grandes pasos en el patio.
Allí encontraron a muchos de los guardias del gobernador sentados haraganeando, y de los
portales salieron varios más tambaleándose (la mayoría de ellos iba limpiándose la
boca). A pesar de que sus armaduras estaban en condiciones vergonzosas, eran tipos que
habrían peleado si se les hubiera empujado o si hubieran sabido lo que pasaba; era el
momento peligroso. Caspian no les dio tiempo para pensar.
— ¿Dónde está el capitán? —preguntó.
— Soy yo, más o menos, si entiendes lo que quiero decir —dijo lánguidamente un
joven muy acicalado que no llevaba armadura alguna.
— Es nuestro deseo —dijo Caspian—, que nuestra visita real a nuestro reino de las
Islas Desiertas sea, en lo posible, una ocasión de alegría y no de terror para nuestros
leales súbditos. Si no fuese por esta razón, tendría algunas críticas que hacer sobre el
estado de la armadura y las armas de sus soldados, pero en este caso, lo perdonaré.
Ordena que abran un tonel de vino para que tus hombres lo beban a nuestra salud. Pero
mañana al mediodía quiero verlos reunidos aquí, en este patio, luciendo como hombres
de armas, y no como vagabundos. Preocúpate de que así sea, bajo pena de causarnos un
gran disgusto.
El capitán se quedó boquiabierto, pero inmediatamente Bern gritó: “Tres vivas por el
Rey” y fue secundado por los soldados, que habían comprendido perfectamente lo del
tonel de vino, aunque no entendieron nada más. Luego Caspian ordenó a la mayoría de
sus propios hombres que permanecieran en el patio, y él, junto a Bern, Drinian y otros
cuatro, entró en la sala.
Al otro lado de la habitación, sentado tras una mesa y rodeado de varios
secretarios, se encontraba su Suficiencia, el gobernador de las Islas Desiertas. Gumpas
tenía la apariencia de un hombre malhumorado, y su cabello, que antes fue rojo, estaba
casi totalmente gris. Al entrar los desconocidos, les echó un vistazo y luego volvió a s us
papeles diciendo de manera automática:
—No hay entrevistas sin haber pedido cita, excepto los sábados entre las nueve y
diez p.m.
Casp ian hizo una seña con la cabeza a Bern y se quedó a un lado. Bern y Drinian
avanzaron un paso y cada uno tomó un extremo de la mesa, la levantaron y la lanzaron a
un rincón de la sala, donde se dio vuelta desparramando una cascada de cartas,
expedientes, tinteros, lápices, lacre y documentos. Después, sin rudeza pero con tal
firmeza que sus manos parecían tenazas de acero, sacaron de un tirón a Gumpas de su
silla, y lo depositaron al frente, a poco más de un metro de distancia. En el acto Caspian se
sentó en el sillón y puso sobre sus rodillas la espada desenvainada.
—Mi Lord —dijo clavando sus ojos en Gumpas—. No nos has dado la bienvenida
que esperábamos. Soy el Rey de Narnia.
—Nada de eso en la correspondencia —dijo el gobernador—. Ni en las actas. Nadie
nos notificó de tal cosa. Todo irregular. Encantado de considerar cualquier sol icitud...
—Y hemos venido a informarnos acerca de la conducción de la oficina de su
Suficiencia —continuó Caspian—. Hay dos puntos, especialmente, sobre los cuales exijo
una explicación. En primer lugar, no encuentro ningún registro que indique que estas
islas hayan pagado los tributos adeudados a la corona de Narnia, por casi ciento