Page 47 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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Sí, pasaría al justo. La serpiente se apoyaba sobre las barandillas de la popa. Una
docena de hombres, o más, saltó hacia allá. Así era mucho mejor. El cuerpo de la
Serpiente Marina estaba tan abajo ahora que pudieron formar una hilera a través de la
popa y empujar codo a codo. Se ilusionaron muchísimo hasta que se acordaron de la gran
popa del Explorador del Amanecer, tallada en forma de cola de dragón. Sería imposible
hacer pasar por ahí al reptil.
— ¡Un hacha! —gritó Casp ian en tono áspero—. Y sigan empujando.
Lucía, que sabía donde estaba cada cosa, oyó esto mientras estaba en la cubierta
principal con sus ojos clavados en la popa. Bajó de inmediato, cogió el hacha y subió
rápidamente la escalera que llevaba a popa. Pero apenas llegó arriba, hubo un ruido
impresionante, parecido al de un árbol al caer, y el ba rco se tambaleó y se precipitó
hacia adelante. Pero en ese preciso momento, ya sea por lo fue rte que estaban empujando
a la Serpiente Marina, o porque ésta decidió tontamente estrechar el nudo, se desprendió
toda la parte tallada de la popa, y el barco quedó libre.
Los demás estaban demasiado agotados para ver lo que vio Lucía. Allá, unos
cuantos metros tras ellos, la lazada del cuerpo de la Serpiente Marina se achicó
rápidamente y por fin desapareció en un chapuzón. Lucía siempre dijo (pero, claro,
estaba tan nerviosa en ese momento, que tal vez sólo fue su imaginación) que ella había
visto una mirada de tonta satisfacción en la cara de la criatura. Lo que sí es cie rto, es que
era un animal muy estúpido, pues en vez de perseguir al barco, dio vuelta la cabeza y
comenzó a olfatear a lo largo de su propio cuerpo, como si esperase encontrar allí los
restos del Explorador del Amanecer. Pero el Explorador del Amanecer ya estaba bien
lejos, navegando impulsado por una fresca brisa, mientras los hombres permanecían
tendidos o sentados a lo largo de toda la cubie rta, jadeantes y gimiendo, hasta que
pudieron conversar sobre el incidente, y luego reír. Y cu ando se sirvió ron para todos,
incluso hicieron un brindis. Todos elogiaron el valor de Eustaquio (aunque no sirvió de
nada) y el de Rípichip.
Después de esto, navegaron durante otros tres días, sin ver más que mar y cielo. Al
cuarto día el viento cambió y sopló norte y las olas comenzaron a agrandarse. En la tarde
ya era casi un vendaval. Pero al mismo tiempo avistaron tierra a proa.
— Con su permiso, Majestad —dijo Drinian—. Debemos tratar de llegar remando
hasta ese lugar para ponernos al abrigo y anclar en el puerto, quizás, hasta que haya
terminado esto.
Caspian estuvo de acuerdo, pero a pesar de remar largo rato contra el vendaval, no
llegaron a tierra hasta el anochecer. Con el último rayo de luz de aquel día dirigieron el
barco a un puerto natural y ahí anclaron, pero aquella noche ninguno bajó a tierra. En la
mañana se encontraron en la verde bahía de una región escarpada y solitaria, que
terminaba en una cumbre rocosa. Desde el ventoso no rte, más allá de aquella cumbre,
corrían rápidas las nubes. Bajaron el bote y lo cargaron con los barriles de agua que
estaban vacíos.
—¿De cuál de las corrientes sacaremos agua, D r i n i a n ? —preguntó Ca sp i an una vez
instalado en la escotilla trasera del bote—. Pareciera que hay dos ríos que desembocan en
la bahía.
—Es lo mismo, señor —dijo Drinian—, pero creo que estamos más cerca de la que
tenemos a estribor, la que está más hacia el este.
— Empieza a llover —anunció Lucía.
— ¡Ya lo creo! —dijo Edmundo, pues ya llovía a cántaros—. Propongo que nos
vayamos al otro río. Allí hay árboles que nos podrí an servir de refugio.
— Sí, vamos —dijo Eustaquio—, no hay para qué mojarse más de lo necesario.
Pero Drinian que mantenía siempre el timón a estribor, como esos c ansadores