Page 50 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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Así lo hicieron, con los ojos clavados en él.
       —Miren —dijo Edmundo—. Miren la punta de mis botas.
       — Se ven un poco amarillas... —comenzó Eustaquio.
       — Son de oro, de oro macizo —interrumpió Edmundo—. Mírenlas, tóquenlas. Ya

se separó el cuero del oro, y están tan pesadas como el plomo.
       — ¡Por Aslan! —exclamó Caspian—. No querrás decir...
       Sí, así es —dijo Edmundo—. Esta agua transforma las cosas en oro. Convirtió m i

lanza en oro, por eso es que se puso tan pesada. Y ya estaba envolviéndome los pies y

convirtió en oro la punta de mis botas; gracias a Dios, las tenía puestas. Y aquel pobre

hombre en el fondo..., bueno, ustedes ya lo ven.
       —Así que no es una estatua —dijo Lucía en voz baja.

       No. Ahora todo está claro. El estaba aquí un día de mucho calor y se desvistió en

la punta de aquel risco, donde estuvimos sentados. Las ropas se deben haber pod rido o

tal vez los pájaros se las llevaron para hacer sus nidos; la armadura está todavía aquí.

Luego se zambulló y...
       — ¡No! —gritó Lucía—. ¡Qué cosa más horrorosa!
       —Y qué escapada más milagrosa la que hemos tenido dijo Edmundo.
       —Muy milagrosa en verdad —dijo Rípichip—. En cualquier momento el dedo, el

   pie, los bigotes o la cola de cualquiera de nosotros podría ha ber resbalado al agua. —
   De todas formas —dijo Caspian—, podemos probarlo.

       Entonces se agachó y arrancó una ramita de brezo; luego, con mucho cuidado, se

arrodilló al lado del río y la hundió en el agua. Era brezo lo que él hundió; lo que sacó

era el modelo perfecto de una ramita de brezo hecha de oro puro, suave y pesado como el

plomo.
       —El rey que posea esta isla —dijo lentamente C asp ian, y se ruborizó a medida que

hablaba—, pronto será el más rico de todos los reyes del mundo. Yo declaro esta tierra

como posesión de Narnia, desde ahora y para siempre. Se llamará Isla del Agua de Oro.

Exijo a todos los presentes guardar el secreto. Nadie más debe saber acerca de esto, ni

siquiera Drinian, bajo pena de muerte, ¿me entienden?
       — ¿A quién crees que le estás hablando? —dijo Edmundo—. Yo no soy súbdito

tuyo, sino todo lo contrario. Yo soy uno de los cuatro antiguos sobe ranos de Narnia, y tú le

debes lealtad al Gran Rey, mi hermano.
       — ¿De modo que a eso hemos llegado, rey Edmundo? —dijo Ca sp i an, poniendo la

mano en el puño de su espada.
       — ¡Oh, basta ya! —exclamó Lucía—. Esto es lo malo de hacer cualquier cosa con

muchachos. Ustedes son un par de fanfarrones, grandísimos idiotas, ...¡oooh! —y su voz se

convirtió en un grito de asombro.

       Todos los demás vieron lo mismo que vio ella.

       Al otro lado de la ladera gris del cerro (gris porque el brezo aún no estaba en flor),

sin ruido, sin mirarlos, y resplandeciendo como si estuviese bajo un brillante rayo de sol,

aunque el sol ya se había ocultado, avanzó con paso lento el León más enorme que jamás
haya visto el ojo humano. Más tarde, al describir la escena, Lucía dijo que “era del
tamaño de un elefante”, aunque en otra ocasión simplemente dijo “del tamaño de un
caballo de carreta”. Pero no era el tamaño lo que importaba. Nadie os ó preguntar quién

era. Todos sabían que era Aslan.

       Y nadie vio ni cómo ni a dónde se fue. Todos se miraron como si estuvieran

despertando de un sueño.
       — ¿De qué estábamos hablando? —preguntó Caspian—. Parece que me he estado

poniendo en ridículo.
       — Señor —dijo Rípichip—, este lugar tiene una maldición. Volvamos a bordo lo
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