Page 48 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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conductores de autos que siguen a sesenta kilómetros por hora, mientras uno les explica

que van por el camino equivocado.
       — Tienen razón, Drinian —dijo Caspian—. ¿Por qué no giras la proa y vamos

hacia el río del oeste?
       — Como guste, Majestad —dijo Drinian, en tono un poco seco.

       Había tenido un día lleno de preocupaciones ayer por el clima, y no le gustaban los

consejos de hombres de tierra. Pero alteró el curso; y más tarde resultó muy acertado que

así lo hiciera.

       Cuando ya se habían aprovisionado de agua, cesó la lluvia. Caspian junto con

Eustaquio, los Pevensie y Rípichip decidieron subir hasta la cumbre del cerro y ver todo lo

que se pudiera divisar desde allí. La subida era bastante dificultosa a través de pastos

gruesos y de brezos, y no vieron ni seres humanos ni animales, excepto gaviotas. Al

llegar a la cumbre se dieron cuenta de que se trataba de una isla muy pequeña, no más de

media hectárea y, desde esa altura, el mar parecía más grande y desierto de lo que se veía

desde la cubierta, e incluso desde la cofa de combate del Explorador del Amanecer.
       —Un disparate, créeme —dijo en voz baja Eustaquio a lucía, mientras miraba el

horizonte hacia el este—. Seguir y seguir navegando en medio de eso, sin saber a qué

llegaremos.

       Pero lo decía sólo por costumbre, no de mal modo como lo habría dicho antes.

   Hacía demasiado frío para permanecer un rato largo en la cumbre, ya que aún soplaba

   el fresco viento del norte.
       —No volvamos por el mismo camino —propuso Lucía al iniciar el regreso—.

Sigamos un poquito más y bajemos por el otro río, al que quería ir Drini an.

       Todos estuvieron de acuerdo, y unos quince minutos más tarde llegaban al

manantial del segundo río. Era un lugar más interes ante de lo que ellos esperaban; un

lago de montaña pequeño pero profundo, rodeado por ac antilados, salvo el lado que daba

al mar donde había un pequeño canal del que fluía el agua. Aquí no había viento. Por fin

se sentaron a descansar sobre el brezo en lo alto del risco.

       Todos se sentaron, menos uno (Edmundo), que muy pronto se puso en

movimiento.

       —Hay una colección de piedras filudas en esta isla —dijo, mientras buscaba a
tientas en el brezo—. ¿Dónde está esa porquería?... ¡Ah, aquí! Ya la encontré... ¡Mira!

No es una piedra, sino la empuñadura de una espada. ¡No, por S anta Tecla! Es una

espada completa, o lo que el moho dejó de e lla. Debe haber estado aquí por años.
       —Y narniana además, por lo que veo —agregó Casp ian, cuando él y los otros se

acercaron a mirar.
       —Yo también me senté sobre algo —dijo Lucía—, algo duro.

       Eran los restos de una armadura. Pero ya todos estaban en cuatro patas, tant eando en

el brezo por todos lados. Su búsqueda tuvo como resultado el descubrimiento de un

yelmo, un puñal y unas cuantas monedas, que no eran crecientes calormanos, sino
auténticos “Leones” y “Arboles” narnianos, tal como los que puedes ver cualquier día en

los mercados del Dique de los Castores y de Beruna.
       —Pareciera como si todo esto fuera lo que queda de alguno de nuestros siete lores

—dijo Edmundo.
       —Estaba pensando lo mismo —dijo Caspian—. Me pregunto cuál de ellos será. No

   hay nada en el puñal que nos dé una pista. Y me pregunto cómo habrá mue rto. —Y
   cómo lo vengaremos —añadió Rípichip.

       Edmundo, el único del grupo que había leído novelas po liciales, se puso a meditar.
       —Escuchen —dijo luego—. Creo que aquí hay gato encerrado. No puede haber
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