Page 66 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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—Estoy seguro de que sí, si es que logras metérselo en la cabeza.
       —¿Vendrás conmigo a intentarlo? —No, no. Te irá mucho mejor sin mí.
       —Un millón de gracias por el almuerzo —dijo Lucía, y se alejó con rapidez.

       Bajó corriendo la escalera, que con tantos nervios había subido esa mañana y al

llegar abajo chocó con Edmundo. Todos los otros estaban esperando con él y, al ver sus

caras de ansiedad, a Lucía le remordió la conciencia y se dio cuenta de todo el tiempo
que había pasado sin acordarse de ellos.

       —No se preocupen —gritó—. Todo está bien. El mago es un tesoro... y ¡lo he

visto a él..., a Aslan!
       Después de esto se alejó de ellos, rápida como el viento, y salió al jardín. Allí la

tierra se estremecía con los saltos de los monópodos, y en el aire resonaban sus gritos,
que se redoblaron al divisar a Lucía.

       —Aquí viene, aquí viene —gritaron—. ¡Tres vivas por la niñita! Engañó muy bien

al viejo, esta niña.
       — Lamentamos muchísimo —dijo el Jefe monópodo— que no podamos darte el

placer de vernos como éramos antes que nos afearan, pues no podrías creer la diferencia,

y es cierto, ya que no se puede negar que ahora somos mortalmente feos, de modo que
no te vamos a mentir.

       — Eso es lo que somos, Jefe. Eso es lo que somos —corearon los demás, rebotando
como si fuesen pelotas de juguete—. Tú lo has dicho, tú lo has dicho.

       —Pero yo no creo que lo sean en lo más mínimo —dijo a gritos Lucía, para
hacerse oír—. Pienso que se ven muy bien.

       — ¡Oigan, oigan lo que ella dice! —vocearon los monópodos—. Dices la verdad,

querida. Nos vemos muy bien. No podrías encontrar otro grupo más hermoso.
       Decían esto sin ni asomo de sorpresa, y parecían no darse cuenta de que habían

cambiado de opinión.
       —Ella quiso decir —aclaró el Jefe monópodo— que qué bien nos veíamos antes

de que nos afearan.
       Tienes razón, Jefe, tienes razón —cantaron los monópodos—. Eso fue lo que ella

dijo, nosotros la oímos.

       Yo no dije eso —gritó Lucía—. Dije que son muy agradables ahora.

      Lo dijo, lo dijo —reiteró el Jefe—. Dijo que éramos muy agradables entonces.
       — Escúchenlos, escúchenlos —dijeron los monópodos—. Hacen un par perfecto.

Siempre tienen la razón. No podrían haberlo dicho mejor.
       —Pero si estamos diciendo justo lo contrario —dijo Lucía, golpeando

impacientemente con el pie.
       — Eso es, seguro, eso es —dijeron todos—. No hay nada como lo contrario. Sigan

ustedes dos.
       —Ustedes son capaces de volver loco a cualquiera —dijo Lucía y se dio por

vencida.
       Pero los monópodos parecían estar perfectamente felices y Lucía decidió que, en el

fondo, la conversación había sido un éxito.
       Aquella tarde antes de acostarse ocurrió algo más que hizo que los monópodos

estuvieran aún más satisfechos de tener una s ola pierna. Caspian y todos los narnianos

volvieron a la playa lo antes posible para dar noticias suyas a Rins y a los demás a bordo

del Explorador del Amanecer, que ya estaban bastante preocupados. Por supuesto que

los monópodos los acompañaron rebotando como pelotas de fútbol y afirmando a

grandes voces lo que decían los demás, hasta que Eustaquio dijo:
       —Me gustaría que el mago los hiciera inaudibles en vez de invisibles.
       Pronto se arrepintió de lo que había dicho, pues tuvo que explicarles que una cosa

inaudible es algo que no se puede oír y, aunque le tomó mucho trabajo hacer esto, nunca
supo si los monópodos entendieron o no. Y lo que más le molestó fue lo que dijeron al
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