Page 75 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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—La única forma de averiguarlo es yendo directamente hacia allá —dijo Rípichip
desenvainando su espada y correteando a la cabeza de todos los demás.

       — Creo que son ruinas —dijo Lucía cuando estaban bastante más cerca y, sin duda,
su suposición era lejos la más acertada.

       Lo que vieron al llegar allá fue un gran espacio oblongo, embaldosado con suaves
piedras y rodeado por pilares grises, pero sin techo. Había una gran mesa que iba de un
extremo al otro, cubierta con un precioso mantel color carmesí que caía casi hasta el suelo.
A cada lado de la mesa había muchas sillas de piedra magníficamente talladas, y cada una
tenía un cojín de seda sobre el asiento. Pero lo más impresionante era que la mesa
presentaba un banquete jamás visto, ni siquiera cuando Pedro, el gran Rey, tenía su corte
en Cair Paravel. Había pavos, gansos, pavos reales, cabezas de jabalí, lomos de venado;
había pasteles en forma de barco con la vela desplegada, en forma de dragones y elefantes;
había postres helados, brillantes langostas y jamones resplandecientes; también nueces,
uvas, piñas, duraznos, granadas, melones y tomates. Había grandes jarros de oro y plata, y
copas curiosamente labradas; y el olor de la fruta y del vino llegó hasta ellos como una
promesa de felicidad.

       — ¡Qué raro! —dijo Lucía.
       Se acercaron cada vez más, en forma muy silenciosa.
       —Pero ¿dónde están los invitados? —preguntó Eustaquio.
       —Nosotros podemos aportarlos, Señor —dijo Rins.
       — ¡Miren! —dijo bruscamente Edmundo.
       En realidad, estaban ya en medio de los pilares y de pie sobre el pavimento. Miraron
hacia donde había señalado Edmundo. Las sillas no estaban todas vacías. A la cabecera de
la mesa, y en los dos lugares del lado, había algo... o quizás tres “algos”.
       —¿Qué son ésos? —preguntó Lucía en un murmullo—. Parecen tres castores
sentados a la mesa.

       —O un gigantesco nido de pájaros —dijo Edmundo.

       —A mí me parece más bien un pajar —dijo Casp i an.
       Rípichip se adelantó corriendo, saltó sobre una silla y de ahí a la mesa, y corrió a
lo largo de ésta, deslizándose ágilmente como un bailarín entre vasos con incrustaciones
de joyas, pirámides de fruta y saleros de marfil. Corrió directo hacia la misteriosa masa
gris del otro extremo, y miró atentamente, la tocó y luego gritó:
       —No creo que éstos vayan a pelear.
       Entonces todos se acercaron y vieron que lo que había en las sillas eran tres
hombres sentados, aunque era bastante difícil reconocer que se trataba de personas, hasta
que se les miraba de cerca. Sus cabellos grises habían crecido por encima de sus ojos,
hasta que casi les cubrían la cara, y sus barbas habían crecido sobre la mesa, trepando y
enroscándose en fuentes y copas, como zarzas enredadas en una cerca, hasta mezclarse en
una gran mata de pelo, que se desbordaba de la mesa y caía hasta el suelo. Y sus cabellos
colgaban de sus cabezas sobre los respaldos de las sillas, de modo que éstos quedaban
completamente ocultos. En verdad, los tres hombres eran casi puro pelo.
       —¿Muertos? —preguntó Caspian.
       —No lo creo, Señor —respondió Rípichip, sacando una mano de entre esa maraña de
pelo y alzándola con sus dos patas—. Este está tibio y tiene pulso.
       — Este también, y también este otro —dijo Drinian.
       — Entonces sólo están durmiendo —dijo Eustaquio.
       —Pero ha sido un sueño demasiado largo —comentó Edmundo—, para que les
haya crecido así el pelo.
       —Debe ser un sueño encantado —dijo Lucía—. Desde que desembarcamos en esta
isla, sentí que estaba llena de magia. ¿Piensan que tal vez vinimos aquí para romper el
hechizo?
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