Page 77 - 03. Saga Las Cronicas De Narnia
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sentado cerca de esos tres objetos tremendamente peludos, que, si bien no esta ban
muertos, ciertamente tampoco estaban vivos, en el estricto sentido de la palabra. Por otra
parte, tampoco se podía pensar en sentarse al otro extremo, ya que esto significaría verlos
cada vez menos a medida que la noche se hiciera más oscura, y no darse cuenta si se
estaban moviendo y, tal vez, a eso de las dos de la mañana ya no sería posible
distinguirlos siquiera... No, no había ni que pensar en eso. De modo que se paseab an
alrededor de la mesa diciendo:

        — ¿Qué tal aquí?
        — O tal vez un poquito más allá.
        — ¿Por qué no a este lado?
       Hasta que finalmente se instalaron más o menos en el medio, pero más cerca de los
durmientes que del otro extremo. Er an alrededor de las diez y estaba bastante oscuro.
Esas nuevas constelaciones desconocidas brillaban al oriente. A Lucía le habría gustado
más ver en ese momento al “Leopardo” y a “La Oveja”, y otras de las viejas amigas de
los cielos de Narnia.
       Se envolvieron en sus capotes marinos y se sentaron quietos a esperar. Al principio
hubo intentos de conversación, pero no fueron muchos; siguieron sentados en silencio. Y
todo el tiempo oían el romper de las olas en la playa.
       Después de horas, que les parecieron siglos, llegó un momento en que se dieron
cuenta de que habían estado dormitando un rato, pero de súbito estuvieron todos muy
despiertos. Las estrellas habían variado mucho su posición desde la última vez que las
vieron. El cielo estaba muy negro, salvo un muy tenue gris al oriente. Tenían mucho frío y
sed, y estaban entumecidos, pero ninguno de ellos habló, porque al fin estaba ocurriendo
algo.

       Ante ellos, más allá de los pilares, se encontraba la pendiente de una colina baja.
En ese momento se abrió una puerta en la ladera del cerro, apareció una luz en el portal,
una persona salió y la puerta se cerró tras ella. La figura llevaba una luz y, en realidad,
esa luz era lo único que podían ver con claridad. Lentamente comenzó a acercarse, hasta
que al fin llegó junto a la mesa y se detuvo al otro extremo, justo frente a ellos. En ese
momento pudieron ver que se trataba de una niña alta, con un sencil lo vestido largo
color azul claro, que dejaba sus brazos desnudos. Llevaba la cabeza al descubierto y su
pelo rubio caía sobre su espalda, y, al verla, pensaron que jamás antes habían sabido lo
que significaba la belleza.

       La luz que llevaba era la de una larga vela en un candelabro de plata, que ahora
ella puso sobre la mesa. Si temprano, esa noche, había habido un poco de viento del mar,
ya debía haber amainado, porque la llama de la vela ardía tan recta y erguida, como si
estuviera en una pieza con todas las ventanas cerradas y las cortinas corridas. El oro y la
plata sobre la mesa brillaban con su luz.

       Lucía vio que había algo a lo largo de la mesa, que antes no le llamó la atención.
Se trataba de un cuchillo de piedra, filudo como el acero; algo de aspecto cruel y
antiguo.

       Ninguno había pronunciado palabra aún; entonces, primero Rípichip y luego
Caspian, todos se pusieron de pie, porque presentían que estaban frente a una gran dama.

       —Viajeros que han venido desde tan lejos a la Mesa de Aslan —dijo la niña—.
¿Por qué no comen ni beben nada?

       — Señora —dijo Caspian—. No nos atrevimos a probar la comida, pues pensamos
que esto fue lo que sumió a nuestros amigos en un sueño encantado.

       —Ellos nunca la probaron —respondió la muchacha.
       —Por favor —dijo Lucía—. ¿Qué les ocurrió?
       —Hace siete años —empezó la muchacha—, llegaron hasta aquí en un barco, cuyas
velas eran harapos y la madera amenazaba con caerse a pedazos. Con ellos había unos
cuantos marineros. Al llegar a esta mesa, uno dijo:
       “—Aquí hay un buen lugar. ¿Por qué no recogemos las velas, las aseguramos y no
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